4/11/2010 RTVE
El museo exhibe sus fondos completos del artista más admirado de su época - La pinacoteca alberga la mayor colección mundial del maestro de Amberes
"Mire esa maravillosa cabeza de caballo, ¿no se parece a Nicole Kidman?". Alejandro Vergara, jefe de conservación de pintura flamenca del Museo del Prado, es un erudito apasionado capaz de mezclar a una actriz de Hollywood con Plinio el Viejo para, delante de la Lucha de san Jorge y el dragón, explicar que Rubens fue el primer artista de la historia en pintarle babas a los caballos. El objetivo era acentuar la sensación de vida y el resultado fue que todos los que vinieron tras él lo imitaron.
La figura de Peter Paul Rubens (1577-1640) es tan contundente como algunos de sus cuadros. La Adoración de los Magos, por ejemplo, un lienzo de casi cinco metros en el que el artista flamenco se autorretrató con espada y cadena de oro. Él había pintado una versión más pequeña de la obra en 1609 y veinte años después retocó algunas figuras y añadió otras, entre ellas a sí mismo. El gesto, nada gratuito, tenía su fundamento: para entonces era, de lejos, el pintor más admirado del planeta.
De Rubens se conservan 1.500 cuadros y cerca de 9.000 dibujos, pero casi ninguno lleva su firma. No lo necesitaba: los monarcas de Europa se disputaban sus servicios. Noventa y tres de esas obras -el doble que de velázquez o tizianos- se guardan en el Prado. No hay en el mundo otra pinacoteca más rica en óleos del pintor de Amberes. Desde hoy y hasta el 23 de enero de 2011, 90 rubens -falta alguna pieza comprometida en préstamo- pueden verse en el museo madrileño en un montaje rompedor que no ocupa más que dos salas de la ampliación de Moneo.
Ordenados cronológicamente y apenas separados por unos centímetros, tal y como se mostraban antiguamente en muchos talleres, los cuadros forman "una coreografía" que Miguel Zugaza, director de la institución, define como "almacén visitable, instalación, gabinete, Rubens de 360 grados, Rubens sin fin...".
La muestra, comisariada por Alejandro Vergara, pretende llamar la atención del público sobre un pintor que nunca ha perdido el favor de artistas, historiadores y críticos pero que parece haber caído en desgracia para el gusto contemporáneo. "Se le ve como retórico y antiguo", explica Vergara. "Ha sido víctima de la idea de progreso aplicada a las artes y de una modernidad asociada a la sobriedad y el minimalismo". Para él, sin embargo, el apego de Rubens a la Antigüedad clásica -más que con otros pintores se le ha comparado con Homero- es uno de los grandes valores de este "pintor gigantesco y sabio": "Nos hace viajar más lejos".
Tan lejos como a un mundo que entre los siglos XVI y XVII vivía su gran crisis y la explosión del primer capitalismo después de que el oro que llevaba cien años llegando desde América facilitara la construcción de palacios cuyas paredes había que llenar con arte. Los tapices eran muy caros y los artistas se vieron inmersos en una suerte de producción semi-industrial de pintura.
En ese escenario triunfó Rubens, que ocupó el trono vacante desde la muerte de Rafael y convirtió su taller en una factoría en la que llegaron a trabajar hasta 25 ayudantes, algunos tan ilustres como Van Dyck. En una carta a un noble británico que requería sus servicios revela que las telas pintadas enteramente "de su mano" costaban el doble que aquellas en las que su participación se limitaba al boceto o los retoques.
Justo cuando las artes buscaban reconocimiento, él se convirtió en un profesional reconocido que hablaba seis idiomas, ejercía como coleccionista y diplomático -llegó a negociar un tratado de paz entre Inglaterra y España- y se construía en Amberes una casa a la altura de su enorme colección particular, la vivienda de alguien digno de compartir escena con Melchor, Gaspar y Baltasar. No extraña, así, que durante décadas fuera un verdadero referente para sus colegas, el rey de los pintores de un tiempo que tuvo entre sus contemporáneos a figuras de la ciencia y de la cultura como Galileo, Descartes, Shakespeare o Cervantes.
"No hay proyecto, por grande o variado que sea, que supere mi coraje", escribió Rubens en una carta de 1921, y la exposición del Prado es la más rotunda ilustración de esa frase: escenas mitológicas y religiosas, retratos de apóstoles, nobles y reyes, bodegones y paisajes, Rubens sin fin, efectivamente. Mucho más, como bromea Vergara, que "mujeres gordas desnudas".
Pero además de una explosión de vitalidad y talento, color y carne, la muestra es también la historia de una obsesión, la del rey Felipe IV, que a finales de la década de 1630 se convirtió en el principal coleccionista del maestro flamenco. Rubens visitó España por segunda vez en 1628, se alojó durante ocho meses en el Alcázar real, copió compulsivamente a Tiziano y convivió con Velázquez, 22 años menor que él.
Tiempo después, y fiel a su obsesión, Felipe IV, que ya tenía decenas de rubens en la Torre de la Parada, una pabellón de caza cercano al Pardo, quiso tener copia de todos en su palacio de Madrid. Algunas de esas copias son las que pueden entreverse detrás de las infantas en Las meninas. Poco después de la desaparición del artista, el monarca español compraría a sus herederos 15 nuevos cuadros, entre ellos, una tabla emblemática: Las tres Gracias. "Considero que todo el mundo es mi país", escribió en otra carta Peter Paul Rubens. Su nombre está tan unido a la cultura española que aquí se le llama Pedro Pablo.
5/11/2010 El País
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