Algunos afirmaron haberla encontrado: Ambrose Schilizzi, dragomán del consulado ruso en Alejandría y guía en sus ratos libres, dejó el cautivador relato de cómo avizoró tras una puerta carcomida en los subterráneos de la mezquita de Nabi Daniel en Alejandría -una de las ubicaciones que se han señalado como probables- el cuerpo de un hombre sentado en un trono dentro de una urna de cristal: llevaba una corona de oro y lo rodeaban rollos de papiro... ¿Cómo no soñar con imagen semejante?: Alejandro, dormido intacto bajo la gran urbe de la antigüedad a la que dio su nombre, circundado de tesoros y de secretos.
No están los tiempos como para buscar tumbas perdidas en Egipto. Pero siempre quedan los libros. Y ahora Valerio Manfredi (Módena, 1943), que a su calidad de novelista autor de Alexandros une el ser un reputado estudioso de la antigüedad (su especialidad es precisamente la topografía del mundo clásico), acaba de publicar un apasionante ensayo sobre la búsqueda del sepulcro del rey: La tumba de Alejandro. El enigma (Grijalbo, 2011).
El libro, que se suma al de Nicholas J. Saunders sobre el mismo asunto (Planeta, 2007), no es solo un recorrido por la historia de la tumba, su desaparición y los intentos de localizarla sino que incluye una hipótesis muy verosímil de dónde está realmente ese monumento señero de la antigüedad, o lo que queda de él. Del cuerpo embalsamado del gran Alejandro más vale que nos olvidemos: Manfredi recalca que fue destruido seguramente durante el turbulento ascenso del cristianismo en Alejandría -cuando se echó abajo el Serapeo y se asesinó a Hipatia-, como reliquia del paganismo. Es muy probable, opina, que la momia del conquistador fuera arrojada a los perros.
En cuanto a su sepulcro, Manfredi explica a este diario: "Estoy convencido de que todo lo queda son los bloques de la que se conoce como la Tumba de alabastro en el cementerio latino de Alejandría". A principios del siglo pasado salieron a la luz en ese lugar los restos de un edificio monumental de extraordinaria calidad que fueron olvidados y de los que se conservan cuatro bloques monolíticos gigantescos de alabastro, pulimentados en su cara interior pero no en la exterior, que conforman una cámara. Manfredi cree que se trata de la estructura central de una tumba macedónica y que originalmente, como estas, estaba cubierta por un túmulo de tierra.
La tumba de Alejandro sería como la atribuida a su padre Filipo II en Vergina, la antigua necrópolis real macedonia, descubierta por Manolis Andronikos en 1977. Manfredi esgrime como prueba el relato de Lucano en el que imagina la visita de César al recinto y lo hace descender a una cámara subterránea. El literato latino también menciona un monte artificial. Lucano era sobrino de Séneca, que se sabe escribió una obra (perdida) sobre los santuarios y tumbas del antiguo Egipto en la que seguro que se hacía referencia al sepulcro de Alejandro. "¿Para quién sino para Alejandro iba a ser la única tumba macedónica que hemos encontrado en Alejandría?", apunta Manfredi. Como las de Vergina, la de Alejandría sería una construcción poco llamativa en su aspecto exterior, lo que explicaría que se hayan conservado tan pocas descripciones.
¿Tema zanjado, pues? "En un ensayo como este hay que ofrecer una hipótesis bien fundada, no tenemos razón para dudar, aunque no es seguro al 100 %. En favor de la teoría está el que no se haya podido encontrar nunca ningún otro resto compatible con lo que podría ser la tumba de Alejandro". Las tumbas macedónicas, apunta, no tenían inscripciones lo que hace imposible una confirmación epigráfica: "También eso es un argumento, ex silentio".
El sarcófago de Alejandro no se ha encontrado. "Estrabón escribió que Ptolomeo XII hizo fundir el original de oro para pagar a sus mercenarios y recolocó a Alejandro en uno de alabastro. Es lógico pensar que usó el material de la tumba que tenía a mano". El sarcófago de alabastro también debió ser destruido. ¿Y la coraza del rey? Suetonio escribe que Calígula se la hizo llevar a Roma, ¡quizá podría encontrarse! Manfredi ríe. "Todas las cosas preciosas se pierden, quien quisiera que algo suyo permaneciera debería hacer como los espartanos, que llevaban pulseras de simple madera con sus nombres para que al caer en batalla nadie tuviera la tentación de quitárselas y pudieran identificarlos".
En su libro, Manfredi también ofrece una hipótesis sobre la muerte del joven, bello y estragado conquistador. "Con toda probablidad murió de una pancreatitis aguda, como sostienen diversos especialistas en medicina. El dolor imprevisto y fortísimo, como de una lanzada, que señalan las fuentes antiguas apunta a ello. Así como la infección devastadora y la fiebre altísima. La dolencia fue producto de los desordenes inauditos a que Alejandro se entregaba desde los 16 años".
Publicado por El País el 8/3/11
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